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Medio siglo de migraciones España-Venezuela: un proceso vital que va más allá del cruce de fronteras

Más de un millón de españoles emigraron a América Latina en la década de los 50. Ahora muchos hijos y nietos de esa generación vuelven a España. La historia de los López, Fernández y Pertiñez rompe las fronteras del tiempo y revive la memoria perdida de tres generaciones migrantes.

Autores: Nicolás Ribas, Alessandro Di Stasio, José Bautista y Fundación por Causa

Las migraciones son un proceso inherente al ser humano. Migramos para estudiar, para trabajar, por amor, para formar una familia, para buscar una vida mejor, por curiosidad o por otras mil razones y emociones. Lo hicieron las generaciones que nos preceden y lo harán las generaciones venideras.

En los años 50, más de un millón de personas salieron de España y se instalaron en América Latina, principalmente en Venezuela y Argentina, según la estadística oficial. Ahora muchas personas llegan a España desde Venezuela en busca de una vida digna. Es el trayecto inverso que muchos españoles emprendieron tras la Guerra Civil y con un mismo objetivo: buscar la vida. La migración es un proyecto vital que puede durar varias generaciones. El regreso de los hijos y nietos de los emigrantes españoles de mediados del siglo XX recuerda que la historia da muchas vueltas: nunca sabemos de qué lado de la frontera nos encontraremos en el futuro.

Tres familias, tres generaciones marcadas por la migración y un largo viaje de ida y vuelta entre Venezuela y España. Decía José Saramago que «hay que recuperar, mantener y transmitir la memoria histórica, porque se empieza por el olvido y se termina en la indiferencia». Los descendientes de José Antonio Fernández, Antonio José Pertiñez e Indalecio Pedro López rompen las fronteras del tiempo y el espacio. Estas son sus historias.

Las semillas del Nuevo Adán regresan a España

Marynés Castillo López recorre las calles de Madrid con cara pensativa. Poco a poco empieza a sentir que la capital española es su nuevo hogar, a pesar de las diferencias con su Caracas natal. Está feliz porque, tras años de trabajo duro y lucha, su nueva vida en España se estabiliza. Ahora puede dormir más tranquila. De vuelta a casa tras otra jornada laboral, camina cerca de la plaza de Colón, en pleno centro de la ciudad, mientras recuerda a su abuelo Indalecio, miliciano de la CNT que tras la Guerra Civil emigró a Venezuela. Sesenta años atrás, él mismo recorrió estas calles y les dijo adiós con pena, creyendo que jamás volvería a pisarlas. En la cabeza de Marynés este pensamiento se abre paso entre las preocupaciones del día a día: el trabajo, la educación de su hija, los trámites burocráticos…

Más de medio siglo separa las historias de migración de Marynés y su abuelo. Se llamaba Indalecio Pedro López Madrigal. Dice la periodista Eileen Truax que la migración es un proceso vital que va mucho más allá del cruce de la frontera. La historia de Marynés y su abuelo, como la de tantas personas que migran, ya abarca cuatro generaciones.

Algunas cosas han cambiado mucho. Otras, no tanto. El abuelo de Marynés tuvo que emigrar por su propio pie, desde Madrid hasta los Pirineos, y de ahí a un campo de concentración en Francia, para después trasladarse clandestinamente a Gran Canaria, y desde allí hasta Venezuela a bordo de un velero llamado Nuevo Adán. Marynés solo tardó unas horas en cruzar el Atlántico hasta aterrizar en España, y Gran Canaria es ahora el destino de muchas personas que, como su abuelo, se lanzan al mar para que la vida les dé una segunda oportunidad. Al llegar a Venezuela, Indalecio encontró a su familia y pudo recibir apoyo. A Marynés no la esperaba nadie cuando llegó al aeropuerto de Barajas, pero la comunidad migrante la recibió con los brazos abiertos.

Indalecio tardó 41 días en cruzar el océano, tomando agua hervida con hierbas y sardinas (jamás las volvió a probar), sin contar los años previos en que anduvo cruzando mesetas y montañas para que no le fusilaran. Marynés pudo tramitar sus papeles porque tiene nacionalidad española. Su abuelo no tuvo esa suerte. Él pidió asilo en México, y lo obtuvo, pero todo se fue al garete con el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Marynés habla sin líneas rojas sobre su experiencia migratoria, mientras que su abuelo evitaba el tema siempre que podía. A ambos les impulsó a migrar el mismo motor: el amor a su familia. Él quería reencontrarse con los suyos; ella, encontrar un lugar seguro para su marido y su hija pequeña, y ayudar desde la distancia a otros familiares y seres queridos.

«Hace un buen día de viento y llevamos una marcha moderada. Esto nos anima y nos hace pensar en la esperanza de seguir». Sentada en un café del centro de Madrid, Marynés lee en voz alta y con fascinación las palabras de Indalecio y las interpreta en clave presente. Encuentra un pasaje en el que su abuelo describe la presencia de delfines y cómo jugaban con los surcos del velero. Marynés conserva las memorias y recuerdos de su abuelo como un tesoro.

Tras el fiasco de México, Indalecio llegó al puerto de La Guaira (Venezuela) en 1955 sin más enseres que su ropa y una libretita en la que anotaba todo. Marynés enseña el diario con orgullo. A bordo del Nuevo Adán iba medio centenar de españoles –la mayoría varones adultos, aunque también una mujer con sus hijos–, con la misma fatiga y heridas que hoy vemos en quienes arriban a las costas españolas a bordo de cayucos y barcas hinchables. En mitad del océano se les rompió el mástil y no tuvieron más remedio que usar tablones de la bodega para repararlo. Al llegar a Venezuela, le esperaban su madre y sus hermanos pequeños. Marynés también muestra la orden de deportación de su abuelo, migrante irregular en Venezuela.

La vida da muchas vueltas y nadie sabe a qué lado de la frontera se encontrará en el futuro. Ahora muchas personas llegan a España desde Venezuela en busca de una vida digna. Es el trayecto inverso que muchos españoles emprendieron tras la Guerra Civil y con un mismo objetivo: buscar la vida. En los años 50, más de un millón de personas salieron de España y se instalaron en América Latina, principalmente en Argentina y Venezuela, según la estadística oficial.

Marynés nació y creció en Venezuela, pero su casa y la de su abuelo estaban repletos de elementos que recordaban a España: se dormía la siesta, no comían arepas sino platos mediterráneos y en el salón había estatuillas de bailaoras flamencas y toreros. Indalecio siempre decía que con el miedo no se juega. Lo aprendió en los campos de concentración franceses. Allí la angustia se daba la mano con la vulnerabilidad y una mala noticia o una noticia mal dada podían provocar infartos mortales. Hoy en día las migraciones son uno de los caramelos favoritos del discurso de odio y la extrema derecha, empeñada en difundir bulos sobre los extranjeros. «Con el miedo no se juega», repite Marynés con vehemencia. No puede esconderse de las malas noticias que llegan desde Venezuela, pero procura administrar las suyas con tacto. No quiere ocasionar infartos al otro lado del charco.

De sus antepasados migrantes y su experiencia propia, Marynés ha obtenido varias lecciones vitales. Esta joven periodista y especialista en marketing –ahora trabaja para una gran multinacional francesa– afirma que «migrar es un derecho y es necesario». Opina que migrar «enriquece y te enriquece», y defiende un cambio en el sistema actual porque no entiende tanta carrera de obstáculos: un sistema burocrático deshumanizado –especialmente con los migrantes–, un profundo desconocimiento a la hora de hablar de derechos y obligaciones; los vacíos legales que excluyen y causan dolor, un problema que durante la pandemia adquirió visibilidad –»el retraso de las citas de Extranjería en la pandemia no se los merece nadie», explica– pero que sigue sin resolverse.

«Migrar es una de las decisiones más personales que existen», explica Marynés. Ella tomó la decisión nada más despertar de una operación en la que todo fueron complicaciones, en 2014, un año especialmente difícil para los venezolanos. Por entonces tenía 26 años. Fue una decisión difícil pero ahora lo ve todo distinto. En España encontró la seguridad y la libertad que Venezuela no le daba. También descubrió un sistema público de salud que hace que su familia y ella se sientan protegidas. Desde el principio, se volcó con la comunidad migrante de Madrid, en especial con la latina (la más numerosa en llegadas por vía irregular): dan prueba de ello su paso por varias emisoras impulsadas por migrantes (Planeta Latino, Todo Noticias, Radio Tentación…). Rememora su labor en los programas Uniendo Sinergias y Las Maris: emprendimiento y vida, centrados en compartir experiencias para facilitar que otras personas migrantes puedan poner en marcha sus propios negocios. Sintió el calor de otros que, como ella, habían llegado a España a probar suerte. También su abuelo al llegar a Venezuela cayó en un barrio en el que vivían muchos españoles y portugueses. El primer hogar de Marynés fue Vallecas, uno de los más diversos de la capital. A esta joven le indigna que muchas personas asocien la realidad de los migrantes venezolanos a la de los multimillonarios que hicieron fortuna al calor del chavismo y ahora pasean por los barrios adinerados de Marbella, Barcelona o Madrid.

Como otras personas migrantes, Marynés vive con el corazón dividido. «El día que muera Franco, vuelvo a España», dijo una vez su abuelo. Y cumplió, pero vino de vacaciones y regresó a Venezuela con su familia. Ahora la nieta mantiene un ojo pegado a su país sin saber si volverá, ni cuándo ni cómo. Mientras, observa el runrún de la sociedad española, de la que ya forman parte unos 60.000 venezolanos (o 400.000, contando a los que tienen doble nacionalidad). Le preocupa el auge del racismo y la xenofobia. Sus antepasados también tuvieron que lidiar con cierto rechazo al llegar a Venezuela. En vida, Indalecio contaba que una vez un charcutero le dijo «inmigrante, ¡vete a tu país!», a lo que él respondió «más venezolano soy yo que tú». Ahora el odio es más sofisticado. «¿Qué es eso de yo quiero un tipo de migrante?», se pregunta, en alusión a quienes insisten en calificar a las personas por su origen o su color de piel. «Cada persona vive la experiencia migratoria de una forma», opina mientras muestra documentos antiguos y fotos sepia de sus antepasados.

La historia migratoria de Marynés continúa. Toma el testigo su hija Marian, de ocho años. La pequeña se siente muy venezolana aunque haya pasado la mayor parte de su corta vida en España. «¿A dónde voy yo que no tengo pueblo?», reclama Marian cuando llegan los días festivos y sus amigos de clase se van de Madrid. Algún día, cuando la pandemia amaine, Marynés, su marido y Marian visitarán Frailes, el pueblo de Jaén donde se pierden las raíces de sus abuelos. Marynés tiene el número de teléfono de algunos familiares que podrían seguir en el pueblo, pero todavía no se atreve a marcarlo. Seguro Marian también tendrá «su pueblo» algún día, tarde o temprano.

Viaje de ida a Caracas y vuelta a Vigo

A su vuelta a Vigo, una de las actividades que más disfruta José Antonio es el paseo por los supermercados junto a su mujer, Simely. «Les impresionaba que hubiera tanta comida», acostumbrados como estaban, lamenta su hija Raquel, a las largas colas por las que tenían que pasar en Venezuela para adquirir productos de primera necesidad. José Antonio y Simely, ya en plena jubilación, han tenido una vida llena de matices. Difícil, pero feliz. Con riesgos pero también con oportunidades.

A veces, las grandes historias empiezan cuando una persona que no tiene nada que perder, coge una pequeña maleta, compra un billete de barco y emprende su particular periplo, movida por su deseo de imaginar una vida mejor. Desde que José Antonio era muy pequeño, su vida estuvo impregnada del color verde esperanza.

En la década de los años 50, en plena dictadura franquista, más de un millón de españoles hicieron las maletas rumbo a América Latina, siendo Argentina y Venezuela los principales países de destino. Venezuela, que durante este periodo experimentó un importante crecimiento económico como consecuencia de la producción y exportación de petróleo, fue el lugar escogido por el protagonista de esta historia, José Antonio Fernández, un joven nacido en 1940, en Ponferrada. Su hija, Raquel Fernández, rememora el viaje de José Antonio, el mayor de tres hermanos, criado en una familia de origen humilde, cuyas dificultades eran las propias de la posguerra.

A sus 10 años, la familia de José Antonio mandó al niño a estudiar a un seminario de Cambados, en la provincia de Pontevedra, donde se empezó a preparar para ser cura. A punto de cumplir los 18, el seminario ofrece a un grupo de estudiantes emigrar a Venezuela y José Antonio, con una mezcla de espíritu aventurero, ganas de ayudar al prójimo y falta de perspectivas en una España en blanco y negro, pone rumbo al otro lado del charco. Es una época en la que los hijos e hijas de familias humildes «alquilaban huesos de jamón para poner en la sopa», se movían en burro o la poquísima ropa que tenían debían usarla la semana entera. José Antonio decide migrar por necesidad familiar (sus padres no le podían ayudar económicamente), pero Raquel cree que en el fondo a su padre le gustaba la idea de irse a vivir a Venezuela.

En 1957, más de 30.000 españoles emigran hacia América Latina. El 52% llegó a Venezuela, según las estadísticas oficiales. A finales de ese mismo año, José Antonio, sin su familia y con la única compañía de algunos de sus amigos del seminario, inicia una travesía de un mes en barco, desde Vigo a Caracas. Un viaje que, en palabras de su hija, fue muy duro. A su llegada a la capital venezolana, fueron acogidos por los curas de allá que ayudaban a los estudiantes a asentarse en su nueva ciudad y les enseñaban los colegios en los que iban a impartir clases. «Fueron muy bien recibidos. Venezuela era un país muy abierto para acoger a inmigrantes», explica Raquel.

Después de unos años dando clases en Caracas, José Antonio se da cuenta de que no quiere ser cura. Quería formar una familia. Su madre, narra Raquel, «se enfadó con él cuando salió del seminario porque en aquella época era un orgullo tener un hijo que fuera cura». Las familias que tenían un sacerdote pasaban menos hambre que las que no lo tenían. Pese a todo, José Antonio sigue adelante con su decisión y empieza a dar clases de inglés en la Universidad Nacional Pedagógica para asentarse como profesor universitario, uno de sus grandes sueños. No obstante, los comienzos en Caracas fueron duros, sobre todo, por la soledad y algunos trabajos precarios.

Cinco años después de llegar a Caracas, José Antonio conoce a su futura mujer, Simely Ochoa, venezolana de abuelos españoles. Junto a ella y su primera hija, Irene, José Antonio emigra a Inglaterra en 1978, después de haber obtenido una beca del British Council para dar clases en una universidad de Londres, donde residen varios años. Es el segundo viaje del profesor a la capital inglesa: antes de asentarse como becado, viaja por primera vez en 1976, para perfeccionar su inglés en la escuela de idiomas International House, gracias al dinero que había ahorrado en Venezuela.

En 1979, Raquel nació en Barcelona. Su madre no quería dar a luz en Londres debido al idioma. Este hecho fortuito le permite a Raquel obtener la nacionalidad española, a diferencia del resto de sus familiares, que en ese momento son todos legalmente venezolanos, incluido José Antonio. El empeño de la madre por dar a luz en Barcelona, pese a lo difícil que era moverse en aquella época, muestra la fuerza que acompaña a las migraciones.

Años después, la familia vuelve a Caracas, donde nacen los otros dos hermanos de Raquel: Juan Manuel y José Antonio. Más tarde, José Antonio (padre) consigue una plaza como profesor en Puerto Ordaz, al sureste de Venezuela, donde la familia pasa a instalarse. Cuando José Antonio empieza a trabajar como profesor universitario, años atrás, tiene que renunciar a su nacionalidad española para adquirir la venezolana. Décadas después, en 1995, obtiene la doble nacionalidad española, para que sus hijos (excepto Raquel que la adquiere automáticamente al nacer en territorio español) pudieran tenerla también. Por otro lado, Simely está actualmente en trámites para obtenerla. Trámites que son muy lentos.

Pero no solo los padres fueron migrantes. Raquel, que vivió en Venezuela, se mudó a Madrid en septiembre de 2001 para estudiar un máster e instalarse más tarde en Vigo, su ciudad actual. Su hermano José Antonio vive en Francia; su hermano Juan Manuel y su hermana Irene, en Londres. Las migraciones son inherentes al ser humano. Migramos para estudiar, para trabajar, por amor, para formar una familia, para buscar una vida mejor, por curiosidad o por otras mil razones o emociones. Lo hicieron las generaciones que nos preceden y lo harán las generaciones que vendrán.

Con todos sus hijos ya instalados en Europa, José Antonio y Simely siguen viviendo en Puerto Ordaz. En 2013, Venezuela ya tenía muchos problemas políticos y económicos. Los hijos insisten a sus padres para que den el paso de vivir el resto de su vida en España. Ese año, José Antonio se pone muy enfermo y tiene que ser operado del pulmón, suceso que terminaría precipitando su regreso a España, en 2015, junto a su mujer Simely. «Llegaron a Vigo justo en el momento en que Venezuela dejó de pagar las pensiones de los venezolanos jubilados aquí«, explica Raquel, un hecho que cambió por completo la vida de sus padres, que pasan a contar exclusivamente con una pensión por ancianidad para españoles de origen retornados, de unos 470 euros mensuales (que solo cobra José Antonio), así como el dinero que ingresan tras vender en dólares la casa que tenían en Venezuela.

El regreso fue difícil. Para Simely, mudarse a España significa dejar una vida atrás y también a su madre en Puerto Ordaz. «Creo que a ella le cuesta entender el humor y el carácter español, sobre todo, el gallego. Esto también pasa cuando mis hermanos vienen de Francia e Inglaterra. Mi papá, en cambio, siente que volvió a sus raíces», detalla.

Vigo es una de esas ciudades gallegas en las que se puede apreciar la diversidad y la riqueza cultural en todo su esplendor. Galicia, de por sí, es tierra de migrantes. Cuando Raquel abre las ventanas de su casa, a su alrededor ve dos restaurantes de comida venezolana, tres tiendas con productos de allá, una cafetería y una panadería que regentan venezolanos. «Hay muchísima mezcla. Cuando llegué aquí había muchos venezolanos pero no tantos como ahora. Es una locura», reconoce. José Antonio sigue disfrutando de la vida con su mujer, Simely, con la que reside en un piso de Vigo, comprado entre los cuatro hermanos. En palabras de Raquel, «fue el último sueño que tenían».

El viaje cultural de los Pertiñez: de España a Venezuela, y de regreso a Madrid

A Rosario Pertiñez le brotan lágrimas cada vez que recuerda a sus padres. Ella, ahora en España, recorre las calles de la capital con un pensamiento constante: «Me pregunto si mi papá también pasó por aquí». Su padre, Antonio José Pertiñez, un granadino criado en Madrid, también fue migrante: uno de los miles de españoles que emigraron a Venezuela en los años 50 en busca de oportunidades que su país no le podía ofrecer.

La historia, en ciertas ocasiones, tiene hechos coincidentes en distintos periodos de tiempo. En los procesos migratorios, por ejemplo, el ir y venir durante generaciones ha sido un común denominador. Sobre todo entre europeos que, huyendo de la inestabilidad política, la persecución y los conflictos bélicos del siglo pasado, decidieron partir hacia nuevos destinos. Ahora son sus descendientes, hijos y nietos quienes, por razones parecidas a las de sus padres y abuelos, regresan a las tierras de sus ancestros.

Kiki, como también la conocen sus amistades, asumió el nombre de su tía Rosario en honor a la crianza que dio a Antonio José, su padre, que quedó huérfano de madre desde muy chico. La política, sumergida en las cicatrices dejadas por la Guerra Civil, había separado a la familia entre republicanos y sublevados.

Antonio nació en 1932 y desde pequeño se interesó por el mundo militar. Era aviador, pero su carrera duró poco. Tuvo un accidente durante un vuelo de entrenamiento en la academia, luego de que un pájaro impactara contra la hélice del aeroplano. Se estrellaron contra las montañas y apenas sobrevivió. Su compañero, de nombre desconocido, murió congelado. Lo rescataron seis días después, mientras se alimentaba con pequeñas reservas y agua hervida.
Fue una etapa llena de incógnitas para Kiki. Si bien cree que parte de la historia que le contó su padre tenía un poco de fábula, lo que sí es cierto es que el percance le generó problemas en la vista que nunca superó. De allí que Antonio José decidiera emprender otra carrera.

Sus posteriores estudios le permitieron hacerse espacio en el departamento de mercadeo de una empresa que lo envió a Hamburgo, Alemania, donde conoció a su futura esposa: Luise Marie Heidenreich. Poco tiempo después, la empresa lo transfirió a Venezuela, a Caracas, donde apenas llegó con un trabajo asegurado. Ambos mantuvieron una relación epistolar durante meses, hasta que en una de ellas Antonio estableció una postura irreversible: «Petisa (apodo que decía por cariño a su esposa), yo te amo. Entiendo si no quieres venir, pero, o vienes o esto termina ya», escribió a Luise. Ella, que ni siquiera dominaba el español, tomó la decisión de viajar en barco y seguirlo hasta Venezuela.

Antonio Pertiñez y Luise Heidenreich, poco a poco, consiguieron estabilidad en el país suramericano. «Mi papá llegó desde cero y terminó como presidente de una importante agencia de publicidad: Corpa», asegura Kiki. Por otra parte, su madre se dedicó a las labores del activismo social: «Era una inmigrante que se sentía en su país».

El Estado venezolano, en ese entonces sumergido en un período de crecimiento económico, acogió a al menos 900.000 inmigrantes europeos –principalmente italianos, españoles y portugueses– entre los años de 1948 y 1961, según estudios del profesor Froilán José Ramos Rodríguez. De ellos, la mayoría recibió la cédula (DNI, en España) de identidad venezolana y optó por la nacionalidad, que consiguieron rápidamente.

Para esa época, correspondiente a la década de los años cincuenta, 207.692 españoles estaban inscritos en el Consulado español en Venezuela. Sin embargo, se estima que el número sea mayor. Principalmente porque muchos españoles no actualizaron sus documentos o perdieron la nacionalidad, sin optar por su recuperación.

En Venezuela, para quien prefería mantener la ciudadanía europea se habilitaba una cédula especial que los mantenía como extranjeros, pero con acceso a los mismos derechos que los nacionales. En total, para una población venezolana de 7.8 millones de habitantes, la llegada de europeos representó una importante mezcla cultural y de mano de obra para el desarrollo industrial.

El padre de Kiki se enamoró tanto de su nuevo país que, según relata su hija, siempre se mostró agradecido por las oportunidades. Tanto así que se dedicó a recorrerlo junto a su familia. «Ustedes tienen que conocer este país con profundidad», decía Antonio a sus hijos. Había conocido a muchos amigos, entre ellos españoles y venezolanos, durante su integración. Con ellos vacacionaba, trabajaba y compartía experiencias. Es por eso que una frase, que hoy repite Kiki, sea tan conocida y recordada: «Ser extranjero en Venezuela era ser amigo».

Mucho ha cambiado entre la Venezuela que conocieron los padres de Kiki, Antonio y Luise, a la actual. La crisis política, económica y social del país hizo que se revirtiera el ciclo: ahora son los descendientes, en su mayoría venezolanos con doble nacionalidad, quienes retornan a las tierras de sus abuelos. La persecución y las amenazas a las que fue sometida la familia Pertiñez, más que una elección, los obligó a emigrar.

Corría el año 2017, Kiki dirigía una agencia de marketing y publicidad en Caracas, cuando una llamada telefónica le cambió el panorama drásticamente. La chantajearon desde una organización delictiva. Le dieron información precisa de sus hijos, desde su lugar de residencia, sus recorridos a diario y descripción física de ellos, con la cual amenazaron con secuestrarlos. Se mudaron de hogar y evitaron salidas por un tiempo. Finalmente, el 3 de noviembre de ese año, decidieron dejarlo todo atrás y se establecieron en España.

Más que un viaje de escape, de subsistencia, Kiki lo vio como una oportunidad de dar con el pasado de sus familiares europeos. Logró conocer a la tía Rosario Pertiñez. También encontró a su hermano segundo, un hijo que había dejado Luise antes de abandonar Alemania.

A partir de allí, Kiki y sus hijos vivieron un reinicio. Sentó las bases para comenzar un nuevo emprendimiento, esta vez en Europa: Ekipao, una agencia de marketing relacionada con el mundo gastronómico. En 2019, dos años después de emigrar, tuvo su primera gran experiencia: se encargó del mercadeo del festival de La Ruta de la Arepa.

Con su labor logró unir a chef italianos, a un maestro chocolatero y a un especialista en ron venezolano. Siempre recuerda lo emocionante que le resultaron los rostros impregnados de alegría de todos quienes pasaron a probar las arepas, un alimento clásico de Venezuela. «Es fantástico ver cómo los sabores son como una marea: fueron para allá (Venezuela), tocaron fondo, y regresaron nuevamente».

Para ella, los sabores también emigran. Es otro de los exponentes de la mezcla cultural. No olvidará nunca que en su casa en Caracas, los domingos por la tarde, se comía cocido madrileño acompañado de arepas.

Fuente Medio siglo de migraciones España-Venezuela: un proceso vital que va más allá del cruce de fronteras – Rebelion

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Medio siglo de migraciones España-Venezuela: un proceso vital que va más allá del cruce de fronteras

Más de un millón de españoles emigraron a América Latina en la década de los 50. Ahora muchos hijos y nietos de esa generación vuelven a España. La historia de los López, Fernández y Pertiñez rompe las fronteras del tiempo y revive la memoria perdida de tres generaciones migrantes.

Autores: Nicolás Ribas, Alessandro Di Stasio, José Bautista y Fundación por Causa

Las migraciones son un proceso inherente al ser humano. Migramos para estudiar, para trabajar, por amor, para formar una familia, para buscar una vida mejor, por curiosidad o por otras mil razones y emociones. Lo hicieron las generaciones que nos preceden y lo harán las generaciones venideras.

En los años 50, más de un millón de personas salieron de España y se instalaron en América Latina, principalmente en Venezuela y Argentina, según la estadística oficial. Ahora muchas personas llegan a España desde Venezuela en busca de una vida digna. Es el trayecto inverso que muchos españoles emprendieron tras la Guerra Civil y con un mismo objetivo: buscar la vida. La migración es un proyecto vital que puede durar varias generaciones. El regreso de los hijos y nietos de los emigrantes españoles de mediados del siglo XX recuerda que la historia da muchas vueltas: nunca sabemos de qué lado de la frontera nos encontraremos en el futuro.

Tres familias, tres generaciones marcadas por la migración y un largo viaje de ida y vuelta entre Venezuela y España. Decía José Saramago que «hay que recuperar, mantener y transmitir la memoria histórica, porque se empieza por el olvido y se termina en la indiferencia». Los descendientes de José Antonio Fernández, Antonio José Pertiñez e Indalecio Pedro López rompen las fronteras del tiempo y el espacio. Estas son sus historias.

Las semillas del Nuevo Adán regresan a España

Marynés Castillo López recorre las calles de Madrid con cara pensativa. Poco a poco empieza a sentir que la capital española es su nuevo hogar, a pesar de las diferencias con su Caracas natal. Está feliz porque, tras años de trabajo duro y lucha, su nueva vida en España se estabiliza. Ahora puede dormir más tranquila. De vuelta a casa tras otra jornada laboral, camina cerca de la plaza de Colón, en pleno centro de la ciudad, mientras recuerda a su abuelo Indalecio, miliciano de la CNT que tras la Guerra Civil emigró a Venezuela. Sesenta años atrás, él mismo recorrió estas calles y les dijo adiós con pena, creyendo que jamás volvería a pisarlas. En la cabeza de Marynés este pensamiento se abre paso entre las preocupaciones del día a día: el trabajo, la educación de su hija, los trámites burocráticos…

Más de medio siglo separa las historias de migración de Marynés y su abuelo. Se llamaba Indalecio Pedro López Madrigal. Dice la periodista Eileen Truax que la migración es un proceso vital que va mucho más allá del cruce de la frontera. La historia de Marynés y su abuelo, como la de tantas personas que migran, ya abarca cuatro generaciones.

Algunas cosas han cambiado mucho. Otras, no tanto. El abuelo de Marynés tuvo que emigrar por su propio pie, desde Madrid hasta los Pirineos, y de ahí a un campo de concentración en Francia, para después trasladarse clandestinamente a Gran Canaria, y desde allí hasta Venezuela a bordo de un velero llamado Nuevo Adán. Marynés solo tardó unas horas en cruzar el Atlántico hasta aterrizar en España, y Gran Canaria es ahora el destino de muchas personas que, como su abuelo, se lanzan al mar para que la vida les dé una segunda oportunidad. Al llegar a Venezuela, Indalecio encontró a su familia y pudo recibir apoyo. A Marynés no la esperaba nadie cuando llegó al aeropuerto de Barajas, pero la comunidad migrante la recibió con los brazos abiertos.

Indalecio tardó 41 días en cruzar el océano, tomando agua hervida con hierbas y sardinas (jamás las volvió a probar), sin contar los años previos en que anduvo cruzando mesetas y montañas para que no le fusilaran. Marynés pudo tramitar sus papeles porque tiene nacionalidad española. Su abuelo no tuvo esa suerte. Él pidió asilo en México, y lo obtuvo, pero todo se fue al garete con el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Marynés habla sin líneas rojas sobre su experiencia migratoria, mientras que su abuelo evitaba el tema siempre que podía. A ambos les impulsó a migrar el mismo motor: el amor a su familia. Él quería reencontrarse con los suyos; ella, encontrar un lugar seguro para su marido y su hija pequeña, y ayudar desde la distancia a otros familiares y seres queridos.

«Hace un buen día de viento y llevamos una marcha moderada. Esto nos anima y nos hace pensar en la esperanza de seguir». Sentada en un café del centro de Madrid, Marynés lee en voz alta y con fascinación las palabras de Indalecio y las interpreta en clave presente. Encuentra un pasaje en el que su abuelo describe la presencia de delfines y cómo jugaban con los surcos del velero. Marynés conserva las memorias y recuerdos de su abuelo como un tesoro.

Tras el fiasco de México, Indalecio llegó al puerto de La Guaira (Venezuela) en 1955 sin más enseres que su ropa y una libretita en la que anotaba todo. Marynés enseña el diario con orgullo. A bordo del Nuevo Adán iba medio centenar de españoles –la mayoría varones adultos, aunque también una mujer con sus hijos–, con la misma fatiga y heridas que hoy vemos en quienes arriban a las costas españolas a bordo de cayucos y barcas hinchables. En mitad del océano se les rompió el mástil y no tuvieron más remedio que usar tablones de la bodega para repararlo. Al llegar a Venezuela, le esperaban su madre y sus hermanos pequeños. Marynés también muestra la orden de deportación de su abuelo, migrante irregular en Venezuela.

La vida da muchas vueltas y nadie sabe a qué lado de la frontera se encontrará en el futuro. Ahora muchas personas llegan a España desde Venezuela en busca de una vida digna. Es el trayecto inverso que muchos españoles emprendieron tras la Guerra Civil y con un mismo objetivo: buscar la vida. En los años 50, más de un millón de personas salieron de España y se instalaron en América Latina, principalmente en Argentina y Venezuela, según la estadística oficial.

Marynés nació y creció en Venezuela, pero su casa y la de su abuelo estaban repletos de elementos que recordaban a España: se dormía la siesta, no comían arepas sino platos mediterráneos y en el salón había estatuillas de bailaoras flamencas y toreros. Indalecio siempre decía que con el miedo no se juega. Lo aprendió en los campos de concentración franceses. Allí la angustia se daba la mano con la vulnerabilidad y una mala noticia o una noticia mal dada podían provocar infartos mortales. Hoy en día las migraciones son uno de los caramelos favoritos del discurso de odio y la extrema derecha, empeñada en difundir bulos sobre los extranjeros. «Con el miedo no se juega», repite Marynés con vehemencia. No puede esconderse de las malas noticias que llegan desde Venezuela, pero procura administrar las suyas con tacto. No quiere ocasionar infartos al otro lado del charco.

De sus antepasados migrantes y su experiencia propia, Marynés ha obtenido varias lecciones vitales. Esta joven periodista y especialista en marketing –ahora trabaja para una gran multinacional francesa– afirma que «migrar es un derecho y es necesario». Opina que migrar «enriquece y te enriquece», y defiende un cambio en el sistema actual porque no entiende tanta carrera de obstáculos: un sistema burocrático deshumanizado –especialmente con los migrantes–, un profundo desconocimiento a la hora de hablar de derechos y obligaciones; los vacíos legales que excluyen y causan dolor, un problema que durante la pandemia adquirió visibilidad –»el retraso de las citas de Extranjería en la pandemia no se los merece nadie», explica– pero que sigue sin resolverse.

«Migrar es una de las decisiones más personales que existen», explica Marynés. Ella tomó la decisión nada más despertar de una operación en la que todo fueron complicaciones, en 2014, un año especialmente difícil para los venezolanos. Por entonces tenía 26 años. Fue una decisión difícil pero ahora lo ve todo distinto. En España encontró la seguridad y la libertad que Venezuela no le daba. También descubrió un sistema público de salud que hace que su familia y ella se sientan protegidas. Desde el principio, se volcó con la comunidad migrante de Madrid, en especial con la latina (la más numerosa en llegadas por vía irregular): dan prueba de ello su paso por varias emisoras impulsadas por migrantes (Planeta Latino, Todo Noticias, Radio Tentación…). Rememora su labor en los programas Uniendo Sinergias y Las Maris: emprendimiento y vida, centrados en compartir experiencias para facilitar que otras personas migrantes puedan poner en marcha sus propios negocios. Sintió el calor de otros que, como ella, habían llegado a España a probar suerte. También su abuelo al llegar a Venezuela cayó en un barrio en el que vivían muchos españoles y portugueses. El primer hogar de Marynés fue Vallecas, uno de los más diversos de la capital. A esta joven le indigna que muchas personas asocien la realidad de los migrantes venezolanos a la de los multimillonarios que hicieron fortuna al calor del chavismo y ahora pasean por los barrios adinerados de Marbella, Barcelona o Madrid.

Como otras personas migrantes, Marynés vive con el corazón dividido. «El día que muera Franco, vuelvo a España», dijo una vez su abuelo. Y cumplió, pero vino de vacaciones y regresó a Venezuela con su familia. Ahora la nieta mantiene un ojo pegado a su país sin saber si volverá, ni cuándo ni cómo. Mientras, observa el runrún de la sociedad española, de la que ya forman parte unos 60.000 venezolanos (o 400.000, contando a los que tienen doble nacionalidad). Le preocupa el auge del racismo y la xenofobia. Sus antepasados también tuvieron que lidiar con cierto rechazo al llegar a Venezuela. En vida, Indalecio contaba que una vez un charcutero le dijo «inmigrante, ¡vete a tu país!», a lo que él respondió «más venezolano soy yo que tú». Ahora el odio es más sofisticado. «¿Qué es eso de yo quiero un tipo de migrante?», se pregunta, en alusión a quienes insisten en calificar a las personas por su origen o su color de piel. «Cada persona vive la experiencia migratoria de una forma», opina mientras muestra documentos antiguos y fotos sepia de sus antepasados.

La historia migratoria de Marynés continúa. Toma el testigo su hija Marian, de ocho años. La pequeña se siente muy venezolana aunque haya pasado la mayor parte de su corta vida en España. «¿A dónde voy yo que no tengo pueblo?», reclama Marian cuando llegan los días festivos y sus amigos de clase se van de Madrid. Algún día, cuando la pandemia amaine, Marynés, su marido y Marian visitarán Frailes, el pueblo de Jaén donde se pierden las raíces de sus abuelos. Marynés tiene el número de teléfono de algunos familiares que podrían seguir en el pueblo, pero todavía no se atreve a marcarlo. Seguro Marian también tendrá «su pueblo» algún día, tarde o temprano.

Viaje de ida a Caracas y vuelta a Vigo

A su vuelta a Vigo, una de las actividades que más disfruta José Antonio es el paseo por los supermercados junto a su mujer, Simely. «Les impresionaba que hubiera tanta comida», acostumbrados como estaban, lamenta su hija Raquel, a las largas colas por las que tenían que pasar en Venezuela para adquirir productos de primera necesidad. José Antonio y Simely, ya en plena jubilación, han tenido una vida llena de matices. Difícil, pero feliz. Con riesgos pero también con oportunidades.

A veces, las grandes historias empiezan cuando una persona que no tiene nada que perder, coge una pequeña maleta, compra un billete de barco y emprende su particular periplo, movida por su deseo de imaginar una vida mejor. Desde que José Antonio era muy pequeño, su vida estuvo impregnada del color verde esperanza.

En la década de los años 50, en plena dictadura franquista, más de un millón de españoles hicieron las maletas rumbo a América Latina, siendo Argentina y Venezuela los principales países de destino. Venezuela, que durante este periodo experimentó un importante crecimiento económico como consecuencia de la producción y exportación de petróleo, fue el lugar escogido por el protagonista de esta historia, José Antonio Fernández, un joven nacido en 1940, en Ponferrada. Su hija, Raquel Fernández, rememora el viaje de José Antonio, el mayor de tres hermanos, criado en una familia de origen humilde, cuyas dificultades eran las propias de la posguerra.

A sus 10 años, la familia de José Antonio mandó al niño a estudiar a un seminario de Cambados, en la provincia de Pontevedra, donde se empezó a preparar para ser cura. A punto de cumplir los 18, el seminario ofrece a un grupo de estudiantes emigrar a Venezuela y José Antonio, con una mezcla de espíritu aventurero, ganas de ayudar al prójimo y falta de perspectivas en una España en blanco y negro, pone rumbo al otro lado del charco. Es una época en la que los hijos e hijas de familias humildes «alquilaban huesos de jamón para poner en la sopa», se movían en burro o la poquísima ropa que tenían debían usarla la semana entera. José Antonio decide migrar por necesidad familiar (sus padres no le podían ayudar económicamente), pero Raquel cree que en el fondo a su padre le gustaba la idea de irse a vivir a Venezuela.

En 1957, más de 30.000 españoles emigran hacia América Latina. El 52% llegó a Venezuela, según las estadísticas oficiales. A finales de ese mismo año, José Antonio, sin su familia y con la única compañía de algunos de sus amigos del seminario, inicia una travesía de un mes en barco, desde Vigo a Caracas. Un viaje que, en palabras de su hija, fue muy duro. A su llegada a la capital venezolana, fueron acogidos por los curas de allá que ayudaban a los estudiantes a asentarse en su nueva ciudad y les enseñaban los colegios en los que iban a impartir clases. «Fueron muy bien recibidos. Venezuela era un país muy abierto para acoger a inmigrantes», explica Raquel.

Después de unos años dando clases en Caracas, José Antonio se da cuenta de que no quiere ser cura. Quería formar una familia. Su madre, narra Raquel, «se enfadó con él cuando salió del seminario porque en aquella época era un orgullo tener un hijo que fuera cura». Las familias que tenían un sacerdote pasaban menos hambre que las que no lo tenían. Pese a todo, José Antonio sigue adelante con su decisión y empieza a dar clases de inglés en la Universidad Nacional Pedagógica para asentarse como profesor universitario, uno de sus grandes sueños. No obstante, los comienzos en Caracas fueron duros, sobre todo, por la soledad y algunos trabajos precarios.

Cinco años después de llegar a Caracas, José Antonio conoce a su futura mujer, Simely Ochoa, venezolana de abuelos españoles. Junto a ella y su primera hija, Irene, José Antonio emigra a Inglaterra en 1978, después de haber obtenido una beca del British Council para dar clases en una universidad de Londres, donde residen varios años. Es el segundo viaje del profesor a la capital inglesa: antes de asentarse como becado, viaja por primera vez en 1976, para perfeccionar su inglés en la escuela de idiomas International House, gracias al dinero que había ahorrado en Venezuela.

En 1979, Raquel nació en Barcelona. Su madre no quería dar a luz en Londres debido al idioma. Este hecho fortuito le permite a Raquel obtener la nacionalidad española, a diferencia del resto de sus familiares, que en ese momento son todos legalmente venezolanos, incluido José Antonio. El empeño de la madre por dar a luz en Barcelona, pese a lo difícil que era moverse en aquella época, muestra la fuerza que acompaña a las migraciones.

Años después, la familia vuelve a Caracas, donde nacen los otros dos hermanos de Raquel: Juan Manuel y José Antonio. Más tarde, José Antonio (padre) consigue una plaza como profesor en Puerto Ordaz, al sureste de Venezuela, donde la familia pasa a instalarse. Cuando José Antonio empieza a trabajar como profesor universitario, años atrás, tiene que renunciar a su nacionalidad española para adquirir la venezolana. Décadas después, en 1995, obtiene la doble nacionalidad española, para que sus hijos (excepto Raquel que la adquiere automáticamente al nacer en territorio español) pudieran tenerla también. Por otro lado, Simely está actualmente en trámites para obtenerla. Trámites que son muy lentos.

Pero no solo los padres fueron migrantes. Raquel, que vivió en Venezuela, se mudó a Madrid en septiembre de 2001 para estudiar un máster e instalarse más tarde en Vigo, su ciudad actual. Su hermano José Antonio vive en Francia; su hermano Juan Manuel y su hermana Irene, en Londres. Las migraciones son inherentes al ser humano. Migramos para estudiar, para trabajar, por amor, para formar una familia, para buscar una vida mejor, por curiosidad o por otras mil razones o emociones. Lo hicieron las generaciones que nos preceden y lo harán las generaciones que vendrán.

Con todos sus hijos ya instalados en Europa, José Antonio y Simely siguen viviendo en Puerto Ordaz. En 2013, Venezuela ya tenía muchos problemas políticos y económicos. Los hijos insisten a sus padres para que den el paso de vivir el resto de su vida en España. Ese año, José Antonio se pone muy enfermo y tiene que ser operado del pulmón, suceso que terminaría precipitando su regreso a España, en 2015, junto a su mujer Simely. «Llegaron a Vigo justo en el momento en que Venezuela dejó de pagar las pensiones de los venezolanos jubilados aquí«, explica Raquel, un hecho que cambió por completo la vida de sus padres, que pasan a contar exclusivamente con una pensión por ancianidad para españoles de origen retornados, de unos 470 euros mensuales (que solo cobra José Antonio), así como el dinero que ingresan tras vender en dólares la casa que tenían en Venezuela.

El regreso fue difícil. Para Simely, mudarse a España significa dejar una vida atrás y también a su madre en Puerto Ordaz. «Creo que a ella le cuesta entender el humor y el carácter español, sobre todo, el gallego. Esto también pasa cuando mis hermanos vienen de Francia e Inglaterra. Mi papá, en cambio, siente que volvió a sus raíces», detalla.

Vigo es una de esas ciudades gallegas en las que se puede apreciar la diversidad y la riqueza cultural en todo su esplendor. Galicia, de por sí, es tierra de migrantes. Cuando Raquel abre las ventanas de su casa, a su alrededor ve dos restaurantes de comida venezolana, tres tiendas con productos de allá, una cafetería y una panadería que regentan venezolanos. «Hay muchísima mezcla. Cuando llegué aquí había muchos venezolanos pero no tantos como ahora. Es una locura», reconoce. José Antonio sigue disfrutando de la vida con su mujer, Simely, con la que reside en un piso de Vigo, comprado entre los cuatro hermanos. En palabras de Raquel, «fue el último sueño que tenían».

El viaje cultural de los Pertiñez: de España a Venezuela, y de regreso a Madrid

A Rosario Pertiñez le brotan lágrimas cada vez que recuerda a sus padres. Ella, ahora en España, recorre las calles de la capital con un pensamiento constante: «Me pregunto si mi papá también pasó por aquí». Su padre, Antonio José Pertiñez, un granadino criado en Madrid, también fue migrante: uno de los miles de españoles que emigraron a Venezuela en los años 50 en busca de oportunidades que su país no le podía ofrecer.

La historia, en ciertas ocasiones, tiene hechos coincidentes en distintos periodos de tiempo. En los procesos migratorios, por ejemplo, el ir y venir durante generaciones ha sido un común denominador. Sobre todo entre europeos que, huyendo de la inestabilidad política, la persecución y los conflictos bélicos del siglo pasado, decidieron partir hacia nuevos destinos. Ahora son sus descendientes, hijos y nietos quienes, por razones parecidas a las de sus padres y abuelos, regresan a las tierras de sus ancestros.

Kiki, como también la conocen sus amistades, asumió el nombre de su tía Rosario en honor a la crianza que dio a Antonio José, su padre, que quedó huérfano de madre desde muy chico. La política, sumergida en las cicatrices dejadas por la Guerra Civil, había separado a la familia entre republicanos y sublevados.

Antonio nació en 1932 y desde pequeño se interesó por el mundo militar. Era aviador, pero su carrera duró poco. Tuvo un accidente durante un vuelo de entrenamiento en la academia, luego de que un pájaro impactara contra la hélice del aeroplano. Se estrellaron contra las montañas y apenas sobrevivió. Su compañero, de nombre desconocido, murió congelado. Lo rescataron seis días después, mientras se alimentaba con pequeñas reservas y agua hervida.
Fue una etapa llena de incógnitas para Kiki. Si bien cree que parte de la historia que le contó su padre tenía un poco de fábula, lo que sí es cierto es que el percance le generó problemas en la vista que nunca superó. De allí que Antonio José decidiera emprender otra carrera.

Sus posteriores estudios le permitieron hacerse espacio en el departamento de mercadeo de una empresa que lo envió a Hamburgo, Alemania, donde conoció a su futura esposa: Luise Marie Heidenreich. Poco tiempo después, la empresa lo transfirió a Venezuela, a Caracas, donde apenas llegó con un trabajo asegurado. Ambos mantuvieron una relación epistolar durante meses, hasta que en una de ellas Antonio estableció una postura irreversible: «Petisa (apodo que decía por cariño a su esposa), yo te amo. Entiendo si no quieres venir, pero, o vienes o esto termina ya», escribió a Luise. Ella, que ni siquiera dominaba el español, tomó la decisión de viajar en barco y seguirlo hasta Venezuela.

Antonio Pertiñez y Luise Heidenreich, poco a poco, consiguieron estabilidad en el país suramericano. «Mi papá llegó desde cero y terminó como presidente de una importante agencia de publicidad: Corpa», asegura Kiki. Por otra parte, su madre se dedicó a las labores del activismo social: «Era una inmigrante que se sentía en su país».

El Estado venezolano, en ese entonces sumergido en un período de crecimiento económico, acogió a al menos 900.000 inmigrantes europeos –principalmente italianos, españoles y portugueses– entre los años de 1948 y 1961, según estudios del profesor Froilán José Ramos Rodríguez. De ellos, la mayoría recibió la cédula (DNI, en España) de identidad venezolana y optó por la nacionalidad, que consiguieron rápidamente.

Para esa época, correspondiente a la década de los años cincuenta, 207.692 españoles estaban inscritos en el Consulado español en Venezuela. Sin embargo, se estima que el número sea mayor. Principalmente porque muchos españoles no actualizaron sus documentos o perdieron la nacionalidad, sin optar por su recuperación.

En Venezuela, para quien prefería mantener la ciudadanía europea se habilitaba una cédula especial que los mantenía como extranjeros, pero con acceso a los mismos derechos que los nacionales. En total, para una población venezolana de 7.8 millones de habitantes, la llegada de europeos representó una importante mezcla cultural y de mano de obra para el desarrollo industrial.

El padre de Kiki se enamoró tanto de su nuevo país que, según relata su hija, siempre se mostró agradecido por las oportunidades. Tanto así que se dedicó a recorrerlo junto a su familia. «Ustedes tienen que conocer este país con profundidad», decía Antonio a sus hijos. Había conocido a muchos amigos, entre ellos españoles y venezolanos, durante su integración. Con ellos vacacionaba, trabajaba y compartía experiencias. Es por eso que una frase, que hoy repite Kiki, sea tan conocida y recordada: «Ser extranjero en Venezuela era ser amigo».

Mucho ha cambiado entre la Venezuela que conocieron los padres de Kiki, Antonio y Luise, a la actual. La crisis política, económica y social del país hizo que se revirtiera el ciclo: ahora son los descendientes, en su mayoría venezolanos con doble nacionalidad, quienes retornan a las tierras de sus abuelos. La persecución y las amenazas a las que fue sometida la familia Pertiñez, más que una elección, los obligó a emigrar.

Corría el año 2017, Kiki dirigía una agencia de marketing y publicidad en Caracas, cuando una llamada telefónica le cambió el panorama drásticamente. La chantajearon desde una organización delictiva. Le dieron información precisa de sus hijos, desde su lugar de residencia, sus recorridos a diario y descripción física de ellos, con la cual amenazaron con secuestrarlos. Se mudaron de hogar y evitaron salidas por un tiempo. Finalmente, el 3 de noviembre de ese año, decidieron dejarlo todo atrás y se establecieron en España.

Más que un viaje de escape, de subsistencia, Kiki lo vio como una oportunidad de dar con el pasado de sus familiares europeos. Logró conocer a la tía Rosario Pertiñez. También encontró a su hermano segundo, un hijo que había dejado Luise antes de abandonar Alemania.

A partir de allí, Kiki y sus hijos vivieron un reinicio. Sentó las bases para comenzar un nuevo emprendimiento, esta vez en Europa: Ekipao, una agencia de marketing relacionada con el mundo gastronómico. En 2019, dos años después de emigrar, tuvo su primera gran experiencia: se encargó del mercadeo del festival de La Ruta de la Arepa.

Con su labor logró unir a chef italianos, a un maestro chocolatero y a un especialista en ron venezolano. Siempre recuerda lo emocionante que le resultaron los rostros impregnados de alegría de todos quienes pasaron a probar las arepas, un alimento clásico de Venezuela. «Es fantástico ver cómo los sabores son como una marea: fueron para allá (Venezuela), tocaron fondo, y regresaron nuevamente».

Para ella, los sabores también emigran. Es otro de los exponentes de la mezcla cultural. No olvidará nunca que en su casa en Caracas, los domingos por la tarde, se comía cocido madrileño acompañado de arepas.

Fuente Medio siglo de migraciones España-Venezuela: un proceso vital que va más allá del cruce de fronteras – Rebelion

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