Inicio Inmigración Niños venezolanos para resucitar un pueblo vacío

Niños venezolanos para resucitar un pueblo vacío

Foto Nacho Izquierdo

Tres familias solicitantes de asilo se instalan en Pareja (Guadalajara), un municipio de 400 vecinos a punto de cerrar su escuela.

María Martín

Un alcalde del PP, una ONG recién creada y 14 venezolanos han iniciado un experimento para resucitar un pueblo de La Alcarria. Jairo y Belkis, Zaida y Ángel, y Tulia y Eduardo son, junto a sus hijos, la esperanza de Pareja, un municipio de Guadalajara de menos de 400 habitantes, rodeado de bosques, girasoles y embalses de agua turquesa, que se vacía. “Necesitábamos gente y sobre todo niños para la escuela. Y nosotros les ofrecimos estabilidad”, afirma el regidor Javier del Río.

La escuela, el alma que mantiene las constantes de Pareja, se moría. El curso pasado tenía solo cuatro alumnos y estuvo a punto de cerrar. Sin colegio se esfumaba cualquier posibilidad de atraer nuevas familias. Mientras Del Río, alcalde desde 1999, rumiaba cómo multiplicar sus vecinos, estas tres familias, como miles de personas que huyen de Venezuela y piden asilo en España, se instalaban en grandes ciudades, ajenas a lo que les esperaba. Se hacinaron en pisos impagables, peregrinaron por centros de acogida y malvivieron repartiendo comida en bicicleta. Hasta que la organización Pueblos con Futuro, constituida formalmente hace solo cinco meses, cruzó sus destinos.

El alcalde supo que la ONG buscaba pueblos de la España vacía para instalar a solicitantes de asilo, tanteó a los vecinos y ofreció su municipio. “Fueron muy receptivos”, asegura. Les gestionó empleos temporales en el mantenimiento del pueblo, en el bar del centro social y en el cuidado de sus mayores. Las familias rehicieron una vez más sus maletas y la escuela recibió con los brazos abiertos a Sebastián, Santiago, Naomi y Gabriela, niños despiertos y felices de entre dos y 11 años. El próximo curso abrirá una segunda aula gracias a ellos. “Estas familias han sido un espaldarazo para salvar la escuela. Para nosotros es una gran alegría”, celebra el alcalde.

A las cinco de la tarde, un albañil recién salido de la obra y un agricultor mayor que prensa un cigarrillo trompetero son los únicos clientes del bar del centro social. Tulia Ramírez, de 48 años, que era profesora de artes plásticas, es ahora la regente y camarera. Ella se aprendió el nombre de todos, aunque los abuelos aún la llaman Julia, Obdulia, Rulia y Mari y le dicen constantemente cómo hacer las cosas detrás de la barra. “Bueno, sienten que este lugar es una parte de ellos, ya voy aprendiendo a gestionarlo”, concede. Ramírez, casada con Eduardo, que trabaja para el Ayuntamiento construyendo una carretera, vino con dos de sus hijos adolescentes. Antes de llegar aquí, habían peregrinado por tres centros de acogida de Cataluña y Madrid, los chavales fueron a tres colegios distintos y ellos no encontraban trabajo. “Para nosotros venir aquí fue la tabla de salvación. La posibilidad de trabajar era lo más importante, yo tengo 48 años y la edad nos limita”, mantiene tras una mascarilla beige con la bandera de España que le regaló el cura del pueblo. “Nos han ayudado y nos han recibido con mucho respeto”.

El aterrizaje en Pareja ha sido celebrado por los niños, pero los adultos aún necesitan su tiempo para acoplarse al enésimo cambio en sus vidas. Belkis Morillo y Jairo Sánchez eran corredores de seguros, y ahora ella cuida ancianos y él trabaja en la construcción. “Tuve que cambiar el chip, empezar de cero. Me costó, pero me mentalicé de que lo importante era trabajar. Nuestro sueño siempre fue tener un restaurante y creo que aquí podemos lograr lo que queramos”, cuenta la mujer, que llora varias veces durante la entrevista. “Lo hicimos sobre todo por las niñas”, asegura el marido mirando a Gabriela y Naomi.

Belkis Morillo y Jairo Sánchez posan junto a sus hijas en la plaza del pueblo. Nacho Izquierdo

La pequeña huerta de Zaida Varillas y Ángel Márquez ya está llena de pequeños brotes de maíz, frijoles y brócolis. “Nos cedieron un cachito de terreno para sembrar”, cuentan en el salón de su casa, por la que pagan 250 euros. El cultivo les emociona y muestran en el teléfono móvil las fotos de todos los tallos. Los dos eran profesores de una escuela rural y se mudaron con los dos hijos mayores de él y los dos niños que tienen en común. Se les nota tristes, pero se alegran de su mudanza al pueblo: la vida en Pareja se parece más a lo que dejaron atrás que a sus jornadas de 14 horas en la capital repartiendo comida a domicilio por 350 euros al mes. “Me siento tranquilo. Con más seguridad. Somos personas trabajadoras y me encanta el campo”, asegura Márquez. Él, que pinta paisajes y escribe coplas, espera a recuperarse de una apendicitis para volver a su trabajo de mantenimiento y ella, que olvida leyendo libros, cuida ancianos. Habían pedido una plaza de acogida en Madrid, pero nunca los llamaron. Pasaron la pandemia hacinados en un apartamento con familiares hasta mudarse aquí en junio.

Voto conservador

Los habitantes de Pareja son mayores, conservadores y de derechas —el 10-N el PP y Vox sumaron más de un 57% de los votos—, pero se han abierto a la llegada de estos nuevos vecinos extranjeros. Varios de sus habitantes les han hecho regalos y donado ropa, los cuidan y les aconsejan. Las familias cuentan que sobre todo a los ancianos se les iluminan los ojos al ver a los niños corretear por las calles adoquinadas. “Es muy triste ver cómo tu pueblo se convierte en un lugar de fin de semana y muere a partir del lunes”, lamenta Gabriel Fuente, un obrero de 54 años, “vecino de toda la vida”, que trabaja en la construcción de la carretera con Jairo y Eduardo. Cuando él iba al colegio había 70 niños, “había empresas y los bares funcionaban”, recuerda. “Deberían venir más, pero tenemos que encontrar la manera de que haya empleo. Los puestos de trabajo no pueden depender del Ayuntamiento”, reflexiona.

Una iniciativa parecida se ha llevado a cabo en Golzow, un pueblo de la Alemania Oriental de 800 habitantes que aplaude el ascenso de la ultra derecha antiinmigración. El municipio, según ha contado The New York Times, acogió hace cuatro años a 16 refugiados sirios para paliar la despoblación. Los adultos consiguieron empleo y los niños, que llenaron la escuela, hablan alemán y enseñan a sus compañeros a contar en árabe. Los pequeños salvaron la escuela y el pueblo se salvó a sí mismo, concluye el diario.

En España está aún pendiente que comunidades y municipios asuman más responsabilidad en la acogida de solicitantes de asilo. La reforma del sistema de asilo en la que trabaja el Ejecutivo debe pasar por ahí. El Defensor del Pueblo ya sugirió en noviembre del año pasado, en plena crisis de acogida con decenas de familias durmiendo en las calles de Madrid, que los territorios que se vacían eran una oportunidad. “¿Cuántos pueblos españoles recibirían con gusto a estas familias que podrían impedir el cierre de alguna escuela y otros servicios públicos?”, cuestionó en una entrevista a EL PAÍS. “En todos estos meses hemos conocido mucha gente en nuestra situación. Muchos vienen con preparación o saben un oficio y andan buscando pueblos para mudarse tras conocer nuestra experiencia”, desliza Tulia en su nuevo bar. “Pero hay que ayudarles, nosotros no lo habríamos conseguido solos”.

elpaís.com

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Un alcalde del PP, una ONG recién creada y 14 venezolanos han iniciado un experimento para resucitar un pueblo de La Alcarria. Jairo y Belkis, Zaida y Ángel, y Tulia y Eduardo son, junto a sus hijos, la esperanza de Pareja, un municipio de Guadalajara de menos de 400 habitantes, rodeado de bosques, girasoles y embalses de agua turquesa, que se vacía. “Necesitábamos gente y sobre todo niños para la escuela. Y nosotros les ofrecimos estabilidad”, afirma el regidor Javier del Río.

La escuela, el alma que mantiene las constantes de Pareja, se moría. El curso pasado tenía solo cuatro alumnos y estuvo a punto de cerrar. Sin colegio se esfumaba cualquier posibilidad de atraer nuevas familias. Mientras Del Río, alcalde desde 1999, rumiaba cómo multiplicar sus vecinos, estas tres familias, como miles de personas que huyen de Venezuela y piden asilo en España, se instalaban en grandes ciudades, ajenas a lo que les esperaba. Se hacinaron en pisos impagables, peregrinaron por centros de acogida y malvivieron repartiendo comida en bicicleta. Hasta que la organización Pueblos con Futuro, constituida formalmente hace solo cinco meses, cruzó sus destinos.

El alcalde supo que la ONG buscaba pueblos de la España vacía para instalar a solicitantes de asilo, tanteó a los vecinos y ofreció su municipio. “Fueron muy receptivos”, asegura. Les gestionó empleos temporales en el mantenimiento del pueblo, en el bar del centro social y en el cuidado de sus mayores. Las familias rehicieron una vez más sus maletas y la escuela recibió con los brazos abiertos a Sebastián, Santiago, Naomi y Gabriela, niños despiertos y felices de entre dos y 11 años. El próximo curso abrirá una segunda aula gracias a ellos. “Estas familias han sido un espaldarazo para salvar la escuela. Para nosotros es una gran alegría”, celebra el alcalde.

A las cinco de la tarde, un albañil recién salido de la obra y un agricultor mayor que prensa un cigarrillo trompetero son los únicos clientes del bar del centro social. Tulia Ramírez, de 48 años, que era profesora de artes plásticas, es ahora la regente y camarera. Ella se aprendió el nombre de todos, aunque los abuelos aún la llaman Julia, Obdulia, Rulia y Mari y le dicen constantemente cómo hacer las cosas detrás de la barra. “Bueno, sienten que este lugar es una parte de ellos, ya voy aprendiendo a gestionarlo”, concede. Ramírez, casada con Eduardo, que trabaja para el Ayuntamiento construyendo una carretera, vino con dos de sus hijos adolescentes. Antes de llegar aquí, habían peregrinado por tres centros de acogida de Cataluña y Madrid, los chavales fueron a tres colegios distintos y ellos no encontraban trabajo. “Para nosotros venir aquí fue la tabla de salvación. La posibilidad de trabajar era lo más importante, yo tengo 48 años y la edad nos limita”, mantiene tras una mascarilla beige con la bandera de España que le regaló el cura del pueblo. “Nos han ayudado y nos han recibido con mucho respeto”.

El aterrizaje en Pareja ha sido celebrado por los niños, pero los adultos aún necesitan su tiempo para acoplarse al enésimo cambio en sus vidas. Belkis Morillo y Jairo Sánchez eran corredores de seguros, y ahora ella cuida ancianos y él trabaja en la construcción. “Tuve que cambiar el chip, empezar de cero. Me costó, pero me mentalicé de que lo importante era trabajar. Nuestro sueño siempre fue tener un restaurante y creo que aquí podemos lograr lo que queramos”, cuenta la mujer, que llora varias veces durante la entrevista. “Lo hicimos sobre todo por las niñas”, asegura el marido mirando a Gabriela y Naomi.

Belkis Morillo y Jairo Sánchez posan junto a sus hijas en la plaza del pueblo. Nacho Izquierdo

La pequeña huerta de Zaida Varillas y Ángel Márquez ya está llena de pequeños brotes de maíz, frijoles y brócolis. “Nos cedieron un cachito de terreno para sembrar”, cuentan en el salón de su casa, por la que pagan 250 euros. El cultivo les emociona y muestran en el teléfono móvil las fotos de todos los tallos. Los dos eran profesores de una escuela rural y se mudaron con los dos hijos mayores de él y los dos niños que tienen en común. Se les nota tristes, pero se alegran de su mudanza al pueblo: la vida en Pareja se parece más a lo que dejaron atrás que a sus jornadas de 14 horas en la capital repartiendo comida a domicilio por 350 euros al mes. “Me siento tranquilo. Con más seguridad. Somos personas trabajadoras y me encanta el campo”, asegura Márquez. Él, que pinta paisajes y escribe coplas, espera a recuperarse de una apendicitis para volver a su trabajo de mantenimiento y ella, que olvida leyendo libros, cuida ancianos. Habían pedido una plaza de acogida en Madrid, pero nunca los llamaron. Pasaron la pandemia hacinados en un apartamento con familiares hasta mudarse aquí en junio.

Voto conservador

Los habitantes de Pareja son mayores, conservadores y de derechas —el 10-N el PP y Vox sumaron más de un 57% de los votos—, pero se han abierto a la llegada de estos nuevos vecinos extranjeros. Varios de sus habitantes les han hecho regalos y donado ropa, los cuidan y les aconsejan. Las familias cuentan que sobre todo a los ancianos se les iluminan los ojos al ver a los niños corretear por las calles adoquinadas. “Es muy triste ver cómo tu pueblo se convierte en un lugar de fin de semana y muere a partir del lunes”, lamenta Gabriel Fuente, un obrero de 54 años, “vecino de toda la vida”, que trabaja en la construcción de la carretera con Jairo y Eduardo. Cuando él iba al colegio había 70 niños, “había empresas y los bares funcionaban”, recuerda. “Deberían venir más, pero tenemos que encontrar la manera de que haya empleo. Los puestos de trabajo no pueden depender del Ayuntamiento”, reflexiona.

Una iniciativa parecida se ha llevado a cabo en Golzow, un pueblo de la Alemania Oriental de 800 habitantes que aplaude el ascenso de la ultra derecha antiinmigración. El municipio, según ha contado The New York Times, acogió hace cuatro años a 16 refugiados sirios para paliar la despoblación. Los adultos consiguieron empleo y los niños, que llenaron la escuela, hablan alemán y enseñan a sus compañeros a contar en árabe. Los pequeños salvaron la escuela y el pueblo se salvó a sí mismo, concluye el diario.

En España está aún pendiente que comunidades y municipios asuman más responsabilidad en la acogida de solicitantes de asilo. La reforma del sistema de asilo en la que trabaja el Ejecutivo debe pasar por ahí. El Defensor del Pueblo ya sugirió en noviembre del año pasado, en plena crisis de acogida con decenas de familias durmiendo en las calles de Madrid, que los territorios que se vacían eran una oportunidad. “¿Cuántos pueblos españoles recibirían con gusto a estas familias que podrían impedir el cierre de alguna escuela y otros servicios públicos?”, cuestionó en una entrevista a EL PAÍS. “En todos estos meses hemos conocido mucha gente en nuestra situación. Muchos vienen con preparación o saben un oficio y andan buscando pueblos para mudarse tras conocer nuestra experiencia”, desliza Tulia en su nuevo bar. “Pero hay que ayudarles, nosotros no lo habríamos conseguido solos”.

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