Inicio Opinión Unos maletines y la realidad de la ficción

Unos maletines y la realidad de la ficción

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Juan Carlos Méndez Guédez comienza su novela más reciente con un párrafo, en el medio de la página en blanco, donde se disculpa por la veracidad de ciertos inventos literarios suyos. Para ello hecha mano de una cita del poeta francés medieval Benoît de Sainte-Maure –“no digo que algo propio no añada”– y pone de una vez en escena lo que para el lector venezolano resulta más evidente en Los maletines: que los hechos ficticios allí relatados “son reales y los hechos reales son ficticios”.

A medio camino entre la novela negra y la de aventuras, Los Maletines cuenta la historia de Donizetti, un hombre aquejado por las responsabilidades de mantener a dos hijos, lidiar con una esposa y una exesposa y llevar un trabajo mediocre en un periódico del Estado y quien ha aceptado los encargos de trasladar maletines entre Caracas y diversas capitales europeas. Manuel, su amigo del liceo, aparece para ayudarlo a cambiar sus expectativas en la búsqueda de un final feliz.

La primera obra que el autor barquisimetano edita con Siruela presenta un catálogo de ignominias que sumadas representan la tragedia contemporánea de Venezuela, caracterizada por una profunda violencia y una gestión gubernamental que podría percibirse como un complot totalitario contra los ciudadanos.

Un país donde ocurren al año casi veinte mil homicidios y se cuentan unos dieciséis mil secuestros podría declararse en estado de guerra civil, pero en Venezuela estas cifras son apenas una de las aristas de profunda una crisis de valores y una excusa para la manipulación política. Un lugar donde la muerte se ha convertido en “una fuerza natural, una energía espontánea, arrasadora”, la despersonalización del individuo y las vejaciones persiguen a sus ciudadanos hasta después de la muerte, como en la terrible descripción que hace Méndez Guédez de la morgue, donde debido al trabajo acumulado las camillas están “dobladas bajo el peso de cadáveres colocados unos encima de otros” y los cuerpos están “tirados en el suelo en posturas irreales: brazos extendidos, bocas abiertas en las que asomaban lenguas color morcilla”.

Los Maletines puede leerse como una intriga policial sobre un país donde están en el mismo lado de la ecuación tanto los policías como los malandros. Por eso parece desesperanzadora la perspectiva de Donizetti cuando, sintiéndose asediado por poderes invisibles piensa en qué fácil sería que lo mataran: “Tu serías uno más. Otro más. Un lugar en el que matan a diecinueve mil personas cada año no es el lugar donde hay que ocultar una muerte. De hecho, ahora miso, lo sospechoso en Venezuela es estar vivo”.

La reflexión lleva a una más profunda, una que atraviesa las 386 páginas del volumen: la idea de que todos los venezolanos se sienten culpables de la precaria situación en la que viven. “Venezuela era, desde su remoto nacimiento cualquier áspero día de 1777”, escribe Mendez Guédez apenas en las primeras páginas del libro: “un país de culpables: quien no había hecho alguna trastada estaba a punto de cometerla”.

Pero si solo fuera un retrato de la crisis política de su país, el valor literario de Los Maletines fuera escaso. El aspecto más interesante de esta obra es su protagonista, comparable a otros personajes suyos que hacen de la mediocridad la única arma para defenderse de un entorno hostil –como los canallas de Chulapos Mambo (2012)– . Donizetti –cuyo nombre viene de la confusión de su padre que pensó que la ópera Tosca la había compuesto este músico y no Puccini– es un hombre gris a quien nadie toma en serio, quien tiene un “andar de elefante enfermo” y “ojos cansados, igual que si tuviese los párpados llenos de lodo”. Donizetti representa un personaje propio de la cultura de Venezuela, coloquialmente identificado como “huevón”: un hombre fácil de manejar, sin iniciativa ni grandes aspiraciones, que siempre pasa desapercibido. Este arquetipo se contrapone al del vivo –el heredero del pícaro iberoamericano– al cual se celebra como a la condensación del ingenio para adaptarse a todas las situaciones y sacar provecho de ellas a costa de cualquier situación o persona. Así, cuando Méndez Guédez concibe a Donizetti –el propio huevón, como se diría en Venezuela–, como un redentor, convierte a Los Maletines en una estrategia para la catarsis del lector –o si quiera del lector venezolano, que frente al poder se siente como un tonto, un huevón– donde los hechos reales que son ficticios de la novela se acomodan para obtener un final feliz o, por lo menos, una resolución honrosa. Y eso es mucho más de lo que puede decirse, por desgracia, de la realidad venezolana.

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@michiroche
Michelle Roche Rodríguez

http://colofonrevistaliteraria.blogspot.com.es/

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Juan Carlos Méndez Guédez comienza su novela más reciente con un párrafo, en el medio de la página en blanco, donde se disculpa por la veracidad de ciertos inventos literarios suyos. Para ello hecha mano de una cita del poeta francés medieval Benoît de Sainte-Maure –“no digo que algo propio no añada”– y pone de una vez en escena lo que para el lector venezolano resulta más evidente en Los maletines: que los hechos ficticios allí relatados “son reales y los hechos reales son ficticios”.

A medio camino entre la novela negra y la de aventuras, Los Maletines cuenta la historia de Donizetti, un hombre aquejado por las responsabilidades de mantener a dos hijos, lidiar con una esposa y una exesposa y llevar un trabajo mediocre en un periódico del Estado y quien ha aceptado los encargos de trasladar maletines entre Caracas y diversas capitales europeas. Manuel, su amigo del liceo, aparece para ayudarlo a cambiar sus expectativas en la búsqueda de un final feliz.

La primera obra que el autor barquisimetano edita con Siruela presenta un catálogo de ignominias que sumadas representan la tragedia contemporánea de Venezuela, caracterizada por una profunda violencia y una gestión gubernamental que podría percibirse como un complot totalitario contra los ciudadanos.

Un país donde ocurren al año casi veinte mil homicidios y se cuentan unos dieciséis mil secuestros podría declararse en estado de guerra civil, pero en Venezuela estas cifras son apenas una de las aristas de profunda una crisis de valores y una excusa para la manipulación política. Un lugar donde la muerte se ha convertido en “una fuerza natural, una energía espontánea, arrasadora”, la despersonalización del individuo y las vejaciones persiguen a sus ciudadanos hasta después de la muerte, como en la terrible descripción que hace Méndez Guédez de la morgue, donde debido al trabajo acumulado las camillas están “dobladas bajo el peso de cadáveres colocados unos encima de otros” y los cuerpos están “tirados en el suelo en posturas irreales: brazos extendidos, bocas abiertas en las que asomaban lenguas color morcilla”.

Los Maletines puede leerse como una intriga policial sobre un país donde están en el mismo lado de la ecuación tanto los policías como los malandros. Por eso parece desesperanzadora la perspectiva de Donizetti cuando, sintiéndose asediado por poderes invisibles piensa en qué fácil sería que lo mataran: “Tu serías uno más. Otro más. Un lugar en el que matan a diecinueve mil personas cada año no es el lugar donde hay que ocultar una muerte. De hecho, ahora miso, lo sospechoso en Venezuela es estar vivo”.

La reflexión lleva a una más profunda, una que atraviesa las 386 páginas del volumen: la idea de que todos los venezolanos se sienten culpables de la precaria situación en la que viven. “Venezuela era, desde su remoto nacimiento cualquier áspero día de 1777”, escribe Mendez Guédez apenas en las primeras páginas del libro: “un país de culpables: quien no había hecho alguna trastada estaba a punto de cometerla”.

Pero si solo fuera un retrato de la crisis política de su país, el valor literario de Los Maletines fuera escaso. El aspecto más interesante de esta obra es su protagonista, comparable a otros personajes suyos que hacen de la mediocridad la única arma para defenderse de un entorno hostil –como los canallas de Chulapos Mambo (2012)– . Donizetti –cuyo nombre viene de la confusión de su padre que pensó que la ópera Tosca la había compuesto este músico y no Puccini– es un hombre gris a quien nadie toma en serio, quien tiene un “andar de elefante enfermo” y “ojos cansados, igual que si tuviese los párpados llenos de lodo”. Donizetti representa un personaje propio de la cultura de Venezuela, coloquialmente identificado como “huevón”: un hombre fácil de manejar, sin iniciativa ni grandes aspiraciones, que siempre pasa desapercibido. Este arquetipo se contrapone al del vivo –el heredero del pícaro iberoamericano– al cual se celebra como a la condensación del ingenio para adaptarse a todas las situaciones y sacar provecho de ellas a costa de cualquier situación o persona. Así, cuando Méndez Guédez concibe a Donizetti –el propio huevón, como se diría en Venezuela–, como un redentor, convierte a Los Maletines en una estrategia para la catarsis del lector –o si quiera del lector venezolano, que frente al poder se siente como un tonto, un huevón– donde los hechos reales que son ficticios de la novela se acomodan para obtener un final feliz o, por lo menos, una resolución honrosa. Y eso es mucho más de lo que puede decirse, por desgracia, de la realidad venezolana.

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Michelle Roche Rodríguez

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