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La emigración de maestros venezolanos

Maestros venezolanos

El pasado 15 de enero los maestros “celebraron” su día en uno de los momentos más oscuros de su profesión. Con sueldos que oscilan entre los 5.000 y los 8.000 bolívares mensuales, al menos en la educación pública; con un déficit de casi 40% en áreas como las ciencias naturales, los idiomas y las matemáticas (hablamos de unos 10.000 educadores que habría que formar y contratar); con la Lopna, convertida por muchos representantes y supervisores en un látigo para atormentar a los docentes; con la sustitución de los concursos por los nombramientos más o menos discrecionales, generalmente políticos; con el estado de ruinoso de muchos planteles y un largo etcétera más, la frase de que “los maestros no tienen nada que celebrar en su día” ha tenido este año más significación que en ninguno otro.

Repetida desde que tengo memoria (y comencé a vincularme con el magisterio en 1990, cuando ingresé como alumno al Pedagógico de Caracas), este año le tocó decirla a Orlando Alzuru, presidente de la Federación Venezolana de Maestros. De tanto insistir en ella se ha convertido en uno de sus ritos que se hacen maquinalmente, como quien se para y se arrodilla en misa sin realmente saber por qué debe hacerlo. Pero eso en vez de hablar mal de la frase lo hace de quienes no le han prestado atención. Ella viene expresando un sistemático deterioro del modelo de desarrollo y la calidad de vida de los venezolanos, sentidos con especial crudeza en el magisterio, a los que no se les hizo el suficiente caso en su momento. Tal vez muchos de esos profesionales que hoy lloran en Maiquetía cuando sus hijos se van a Australia y Canadá creyeron hace veinte o treinta años que la solución era prohibirles, si era el caso, que siguieran la carrera docente, o simplemente refugiarlos en un colegio privado cuando los públicos comenzaron a declinar. No se les puede condenar individualmente por tratar de proteger a sus hijos, pero como sociedad no respondimos bien. Yendo de mal en peor, finalmente llegamos a un momento de no retorno, a un punto de inflexión. O es ahora, o tal vez ya no será hasta dentro de mucho tiempo. El hecho de que esté ocurriendo lo impensable así parece indicarlo: ya hasta los docentes mismos empiezan a emigrar. Y esto, por varias razones, es un signo demoledor de lo mal que se han puesto las cosas.

En primer lugar, porque demuestra que comienzan a emigrar quienes hasta el momento no lo hacían. En segundo lugar porque esta tendencia augura la profundización de problemas educativos que ya hoy son bastante graves. Comencemos con lo primero. El reportaje que la periodista Andrea Montilla publicó en El Nacional el pasado 8 de diciembre sacando a luz el problema, y que me movió a escribir estas líneas, es apenas el abreboca de algo que sin duda es importante. Como es un fenómeno que está en sus inicios, que aún es puntual y que nadie, que sepamos, ha estudiado, Montilla no pudo más que delinearlo basándose en el número de ex alumnos de la Escuela de Educación de la Universidad Católica Andrés Bello que solicitan sus programas firmados y sellados así como cartas de recomendación, típicos trámites para la emigración; en lo que han percibido a través de sus contactos personales algunos profesores del Pedagógico de Caracas y en lo que empiezan a registrar la Federación Venezolana de Maestros. No es suficiente para hacer afirmaciones tajantes, pero sí para comenzar a investigar.

En efecto, al leer el reportaje pensé en mis ex alumnos de la Escuela de Educación de la UCAB con los que mantengo relación en Facebook y LikedIn. Eché un rápido vistazo a sus perfiles y también encontré que algunos se habían marchado, aunque ninguno (por lo menos ninguno de los que vi) ejerza la docencia en el exterior. Más bien parece que su emigración debe asociarse con otra tendencia muy marcada en las últimas dos décadas, ahora potenciada: la de los educadores que empujados por aquello de que “pasa más hambre que un maestro de escuela”, en cuanto pueden abandonan la profesión o limitan a lo mínimo su dedicación a ella. Desde los directores y supervisores que por las noches estudian Derecho para preparar su jubilación (se comienza como maestro con menos de veinte años, por lo que la jubilación agarra a muchos en sus cuarentas), hasta los licenciados en Educación que se esfuerzan por entrar de algún modo en el área de Recursos Humanos, los ejemplos son numerosos. El asunto es que ahora el retiro de la docencia se planifica desde antes de la graduación (muchos descartan trabajar en ella tan pronto culminan sus prácticas profesionales), o a los pocos años de alcanzarla. Cualquiera que le pregunte a un director de un colegio lo podrá confirmar: cada vez los jóvenes renuncian más rápido y es más difícil encontrar remplazos que no sean mediocres. Cada vez dependen más de profesionales que no consiguen trabajos en otros ramos o de jubilados. Mis ex alumnos emigraron como resultado de no haber encontrado nada atractivo en el mercado después de abandonar la docencia, en ocasiones luchando (y hasta llorando) por años para mantenerse en lo que es su verdadera vocación.

Ahora bien, ¿por qué llama la atención que los maestros emigren si tantos otros profesionales venezolanos también lo están haciendo? Porque si bien era común que muchos docentes renunciaran a su carrera no lo era su emigración, cosa que encierra claves muy significativas sobre las características socioeconómicas del magisterio venezolano, sobre la emigración que hoy experimentamos y sobre el alcance de nuestras penurias actuales. Veámoslo de esta manera: la emigración venezolana ha sido un fenómeno básicamente circunscrito a las clases media y alta profesionales. Hay, por supuesto, algunos ejemplos de personas de extracción popular que han salido del país, pero no son masivos. Las explicaciones son muchas, desde la esperanza que los más pobres tuvieron en la revolución bolivariana, basada en cosas tan concretas como el aumento de su capacidad de consumo (más del doble según un estudio de la UCAB), hasta las oportunidades que tiene para salir del país el que habla otro idioma, posee un pasaporte europeo o norteamericano, una pequeña (o mediana o hasta grande) cuenta en dólares y un título de posgrado. Entre los primeros y los segundos, los maestros se acercan, excepciones aparte, más a los primeros. Los pagos de deudas atrasadas y bonos de naturaleza no siempre clara que cada quincena se encargó de pagar el Ministerio de Educación hasta, más o menos, 2008, cuando las cosas comenzaron a cambiar, no resolvieron el problema estructural de los malos sueldos, pero de vez en cuando caían como un regalo del cielo para cuadrar el mercado, hacer las hallacas o ir a la playa en Semana Santa. Además, nunca fallaron antes de las elecciones.

Hoy sentimos el costo de aquella expansión del consumo hecha sobre bases irreales: estamos en bancarrota. La revolución bolivariana fue una sabrosa sensación producida por la droga de los petrodólares y el endeudamiento, que ahora nos somete a un feroz síndrome de abstinencia. Aquellos petrodólares y endeudamiento fueron suficientes para que los pobres consumieran más, comieran carne al menos una vez a la semana o compraran un celular inteligente o un nuevo televisor, pero no para que la clase media mantuviera su estatus. Aun si descontamos los aspectos político-ideológicos y éticos, como el fomento de un modelo socialista contrario a los valores de los sectores profesionales, este dato basta para explicar por qué unos emigraban y otros no. Hoy ya no hay ni para los celulares y el televisor. El Dakazo fue la última arremetida. Sin más electrodomésticos que dar, repartieron los que quedaban en las tiendas, con estupendos resultados: fueron muchos los venezolanos que salieron con alacridad a hacer colas para disfrutar los remates y obtener su pedazo de la rapiña. A los días, en retribución, le dieron al gobierno una impensable victoria electoral. Pero ya no queda ni siquiera Daka y las encuestas empiezan a demostrar los resultados: prácticamente todos (8 de cada 10 venezolanos) desconfían del gobierno revolucionario, lo cual incluye a los llamados sectores populares. La emigración de maestros, aún muy pequeña y focalizada, puede ser un síntoma de esta situación.

Todo lo anterior nos lleva al segundo punto. No son todos los maestros los que emigran. Ni siquiera es razonable pensar que un porcentaje significativo quiera o pueda hacerlo, al menos si esperan seguir en la docencia. Es notable que los vacíos más grandes estén, precisamente, en los segmentos en los que formar educadores, por las razones que sea, resulta más complicado, así como en las áreas de las que resulta más fácil cambiarse a otra carrera (o a otro país), que casi siempre son los mismos. Como se dijo, en ciencias naturales, matemática e idiomas. Desde el problema de encontrar muchachos con la capacidad de terminar con éxito las carreras de ciencias o matemática, que además estén dispuestos a ganar 5.000 bolívares mensuales, hasta evitar que rápidamente hagan posgrado en otra cosa o se vayan al exterior, todo apunta a que la solución no será fácil. Especialmente si en Colombia un maestro (que no un profesor de ciencias de bachillerato) gana 500 dólares mensuales, mientras en Argentina y México gana más de 1.000. Con los profesores de inglés y francés el universo de posibilidades es todavía más grande. No solo el estudio del español se está expandiendo en el mundo, por lo que se requieren cada vez más maestros del idioma en muchas partes: es que tienen chances en cualquier otro lugar que requiera a un buen profesional bilingüe.

De manera que hay que hacer matizaciones. Contra lo que todos piensan en Venezuela hay mucha gente estudiando educación. Solo la Universidad Pedagógica Experimental Libertador (UPEL), que reúne a todos los pedagógicos más el instituto de mejoramiento profesional del magisterio, suma más de 100.000 alumnos. Aunque estaba sobre los 120.000 hace unos años, la cifra no es desdeñable, por lo que el problema parece estar en la composición de esos alumnos, no en su número. Mientras en algunos liceos públicos se gradúa a bachilleres “exonerados” de ver química y física porque no hay profesores, y en los privados se hace magia para conseguirlos, la multitud de jóvenes que se gradúan en educación inicial (preescolar) e integral (primaria) a veces tienen dificultades para conseguir cargos. Muchos ya ocupan las vacantes en educación media, lo que tiene varias dificultades, incluso legales, pero la necesidad apremia: incluso el gobierno se ha propuesto un programa para capacitar a estos educadores en las áreas críticas y así producir en unos meses a los profesores de química, física, matemática, biología e inglés que desesperadamente hacen falta. Con la otra multitud que egresan de las misiones (varios miles, que poco a poco están ocupando las plazas) la situación es más o menos similar, e incluso más dramática. En conjunto, de seguir la tendencia, el magisterio venezolano podría terminar desprofesionalizándose.

Ser docente es un apostolado, como me enseñaron en el Pedagógico, y el día de hoy tenemos como prueba de los verdaderos héroes cívicos que impiden que todo el sistema termine de venirse abajo. Ganan poco, los acosan representantes inescrupulosos armados por la Lopna o comisarios políticos del ministerio, no reciben reconocimiento social, pero siguen adelante. Enhorabuena por ellos, pero no puede dejarse algo tan grande e importante solo al desprendimiento de unos pocos. Necesitamos profesionales bien formados y pagados. Desde aquel 15 de enero de 1932 en el que Luis Beltrán Prieto Figueroa fundó la Sociedad Venezolana de Maestros hasta la década de 1980 es mucho lo que se avanzó en profesionalización y mejoras socioeconómicas. Hoy estamos en peligro de retroceder, cosa en la que estriba el futuro del país, literalmente hablando. Por eso cuando decimos que en el Día del Maestro no hay nada que celebrar debemos tomar muy en serio el retintín. A este paso pasaremos de maestros que no tienen nada que celebrar en su día a un día en el que ya no queden maestros para celebrar. Así de grave es la cosa.

Fuente: El Nacional

@thstraka

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Maestros venezolanos

El pasado 15 de enero los maestros “celebraron” su día en uno de los momentos más oscuros de su profesión. Con sueldos que oscilan entre los 5.000 y los 8.000 bolívares mensuales, al menos en la educación pública; con un déficit de casi 40% en áreas como las ciencias naturales, los idiomas y las matemáticas (hablamos de unos 10.000 educadores que habría que formar y contratar); con la Lopna, convertida por muchos representantes y supervisores en un látigo para atormentar a los docentes; con la sustitución de los concursos por los nombramientos más o menos discrecionales, generalmente políticos; con el estado de ruinoso de muchos planteles y un largo etcétera más, la frase de que “los maestros no tienen nada que celebrar en su día” ha tenido este año más significación que en ninguno otro.

Repetida desde que tengo memoria (y comencé a vincularme con el magisterio en 1990, cuando ingresé como alumno al Pedagógico de Caracas), este año le tocó decirla a Orlando Alzuru, presidente de la Federación Venezolana de Maestros. De tanto insistir en ella se ha convertido en uno de sus ritos que se hacen maquinalmente, como quien se para y se arrodilla en misa sin realmente saber por qué debe hacerlo. Pero eso en vez de hablar mal de la frase lo hace de quienes no le han prestado atención. Ella viene expresando un sistemático deterioro del modelo de desarrollo y la calidad de vida de los venezolanos, sentidos con especial crudeza en el magisterio, a los que no se les hizo el suficiente caso en su momento. Tal vez muchos de esos profesionales que hoy lloran en Maiquetía cuando sus hijos se van a Australia y Canadá creyeron hace veinte o treinta años que la solución era prohibirles, si era el caso, que siguieran la carrera docente, o simplemente refugiarlos en un colegio privado cuando los públicos comenzaron a declinar. No se les puede condenar individualmente por tratar de proteger a sus hijos, pero como sociedad no respondimos bien. Yendo de mal en peor, finalmente llegamos a un momento de no retorno, a un punto de inflexión. O es ahora, o tal vez ya no será hasta dentro de mucho tiempo. El hecho de que esté ocurriendo lo impensable así parece indicarlo: ya hasta los docentes mismos empiezan a emigrar. Y esto, por varias razones, es un signo demoledor de lo mal que se han puesto las cosas.

En primer lugar, porque demuestra que comienzan a emigrar quienes hasta el momento no lo hacían. En segundo lugar porque esta tendencia augura la profundización de problemas educativos que ya hoy son bastante graves. Comencemos con lo primero. El reportaje que la periodista Andrea Montilla publicó en El Nacional el pasado 8 de diciembre sacando a luz el problema, y que me movió a escribir estas líneas, es apenas el abreboca de algo que sin duda es importante. Como es un fenómeno que está en sus inicios, que aún es puntual y que nadie, que sepamos, ha estudiado, Montilla no pudo más que delinearlo basándose en el número de ex alumnos de la Escuela de Educación de la Universidad Católica Andrés Bello que solicitan sus programas firmados y sellados así como cartas de recomendación, típicos trámites para la emigración; en lo que han percibido a través de sus contactos personales algunos profesores del Pedagógico de Caracas y en lo que empiezan a registrar la Federación Venezolana de Maestros. No es suficiente para hacer afirmaciones tajantes, pero sí para comenzar a investigar.

En efecto, al leer el reportaje pensé en mis ex alumnos de la Escuela de Educación de la UCAB con los que mantengo relación en Facebook y LikedIn. Eché un rápido vistazo a sus perfiles y también encontré que algunos se habían marchado, aunque ninguno (por lo menos ninguno de los que vi) ejerza la docencia en el exterior. Más bien parece que su emigración debe asociarse con otra tendencia muy marcada en las últimas dos décadas, ahora potenciada: la de los educadores que empujados por aquello de que “pasa más hambre que un maestro de escuela”, en cuanto pueden abandonan la profesión o limitan a lo mínimo su dedicación a ella. Desde los directores y supervisores que por las noches estudian Derecho para preparar su jubilación (se comienza como maestro con menos de veinte años, por lo que la jubilación agarra a muchos en sus cuarentas), hasta los licenciados en Educación que se esfuerzan por entrar de algún modo en el área de Recursos Humanos, los ejemplos son numerosos. El asunto es que ahora el retiro de la docencia se planifica desde antes de la graduación (muchos descartan trabajar en ella tan pronto culminan sus prácticas profesionales), o a los pocos años de alcanzarla. Cualquiera que le pregunte a un director de un colegio lo podrá confirmar: cada vez los jóvenes renuncian más rápido y es más difícil encontrar remplazos que no sean mediocres. Cada vez dependen más de profesionales que no consiguen trabajos en otros ramos o de jubilados. Mis ex alumnos emigraron como resultado de no haber encontrado nada atractivo en el mercado después de abandonar la docencia, en ocasiones luchando (y hasta llorando) por años para mantenerse en lo que es su verdadera vocación.

Ahora bien, ¿por qué llama la atención que los maestros emigren si tantos otros profesionales venezolanos también lo están haciendo? Porque si bien era común que muchos docentes renunciaran a su carrera no lo era su emigración, cosa que encierra claves muy significativas sobre las características socioeconómicas del magisterio venezolano, sobre la emigración que hoy experimentamos y sobre el alcance de nuestras penurias actuales. Veámoslo de esta manera: la emigración venezolana ha sido un fenómeno básicamente circunscrito a las clases media y alta profesionales. Hay, por supuesto, algunos ejemplos de personas de extracción popular que han salido del país, pero no son masivos. Las explicaciones son muchas, desde la esperanza que los más pobres tuvieron en la revolución bolivariana, basada en cosas tan concretas como el aumento de su capacidad de consumo (más del doble según un estudio de la UCAB), hasta las oportunidades que tiene para salir del país el que habla otro idioma, posee un pasaporte europeo o norteamericano, una pequeña (o mediana o hasta grande) cuenta en dólares y un título de posgrado. Entre los primeros y los segundos, los maestros se acercan, excepciones aparte, más a los primeros. Los pagos de deudas atrasadas y bonos de naturaleza no siempre clara que cada quincena se encargó de pagar el Ministerio de Educación hasta, más o menos, 2008, cuando las cosas comenzaron a cambiar, no resolvieron el problema estructural de los malos sueldos, pero de vez en cuando caían como un regalo del cielo para cuadrar el mercado, hacer las hallacas o ir a la playa en Semana Santa. Además, nunca fallaron antes de las elecciones.

Hoy sentimos el costo de aquella expansión del consumo hecha sobre bases irreales: estamos en bancarrota. La revolución bolivariana fue una sabrosa sensación producida por la droga de los petrodólares y el endeudamiento, que ahora nos somete a un feroz síndrome de abstinencia. Aquellos petrodólares y endeudamiento fueron suficientes para que los pobres consumieran más, comieran carne al menos una vez a la semana o compraran un celular inteligente o un nuevo televisor, pero no para que la clase media mantuviera su estatus. Aun si descontamos los aspectos político-ideológicos y éticos, como el fomento de un modelo socialista contrario a los valores de los sectores profesionales, este dato basta para explicar por qué unos emigraban y otros no. Hoy ya no hay ni para los celulares y el televisor. El Dakazo fue la última arremetida. Sin más electrodomésticos que dar, repartieron los que quedaban en las tiendas, con estupendos resultados: fueron muchos los venezolanos que salieron con alacridad a hacer colas para disfrutar los remates y obtener su pedazo de la rapiña. A los días, en retribución, le dieron al gobierno una impensable victoria electoral. Pero ya no queda ni siquiera Daka y las encuestas empiezan a demostrar los resultados: prácticamente todos (8 de cada 10 venezolanos) desconfían del gobierno revolucionario, lo cual incluye a los llamados sectores populares. La emigración de maestros, aún muy pequeña y focalizada, puede ser un síntoma de esta situación.

Todo lo anterior nos lleva al segundo punto. No son todos los maestros los que emigran. Ni siquiera es razonable pensar que un porcentaje significativo quiera o pueda hacerlo, al menos si esperan seguir en la docencia. Es notable que los vacíos más grandes estén, precisamente, en los segmentos en los que formar educadores, por las razones que sea, resulta más complicado, así como en las áreas de las que resulta más fácil cambiarse a otra carrera (o a otro país), que casi siempre son los mismos. Como se dijo, en ciencias naturales, matemática e idiomas. Desde el problema de encontrar muchachos con la capacidad de terminar con éxito las carreras de ciencias o matemática, que además estén dispuestos a ganar 5.000 bolívares mensuales, hasta evitar que rápidamente hagan posgrado en otra cosa o se vayan al exterior, todo apunta a que la solución no será fácil. Especialmente si en Colombia un maestro (que no un profesor de ciencias de bachillerato) gana 500 dólares mensuales, mientras en Argentina y México gana más de 1.000. Con los profesores de inglés y francés el universo de posibilidades es todavía más grande. No solo el estudio del español se está expandiendo en el mundo, por lo que se requieren cada vez más maestros del idioma en muchas partes: es que tienen chances en cualquier otro lugar que requiera a un buen profesional bilingüe.

De manera que hay que hacer matizaciones. Contra lo que todos piensan en Venezuela hay mucha gente estudiando educación. Solo la Universidad Pedagógica Experimental Libertador (UPEL), que reúne a todos los pedagógicos más el instituto de mejoramiento profesional del magisterio, suma más de 100.000 alumnos. Aunque estaba sobre los 120.000 hace unos años, la cifra no es desdeñable, por lo que el problema parece estar en la composición de esos alumnos, no en su número. Mientras en algunos liceos públicos se gradúa a bachilleres “exonerados” de ver química y física porque no hay profesores, y en los privados se hace magia para conseguirlos, la multitud de jóvenes que se gradúan en educación inicial (preescolar) e integral (primaria) a veces tienen dificultades para conseguir cargos. Muchos ya ocupan las vacantes en educación media, lo que tiene varias dificultades, incluso legales, pero la necesidad apremia: incluso el gobierno se ha propuesto un programa para capacitar a estos educadores en las áreas críticas y así producir en unos meses a los profesores de química, física, matemática, biología e inglés que desesperadamente hacen falta. Con la otra multitud que egresan de las misiones (varios miles, que poco a poco están ocupando las plazas) la situación es más o menos similar, e incluso más dramática. En conjunto, de seguir la tendencia, el magisterio venezolano podría terminar desprofesionalizándose.

Ser docente es un apostolado, como me enseñaron en el Pedagógico, y el día de hoy tenemos como prueba de los verdaderos héroes cívicos que impiden que todo el sistema termine de venirse abajo. Ganan poco, los acosan representantes inescrupulosos armados por la Lopna o comisarios políticos del ministerio, no reciben reconocimiento social, pero siguen adelante. Enhorabuena por ellos, pero no puede dejarse algo tan grande e importante solo al desprendimiento de unos pocos. Necesitamos profesionales bien formados y pagados. Desde aquel 15 de enero de 1932 en el que Luis Beltrán Prieto Figueroa fundó la Sociedad Venezolana de Maestros hasta la década de 1980 es mucho lo que se avanzó en profesionalización y mejoras socioeconómicas. Hoy estamos en peligro de retroceder, cosa en la que estriba el futuro del país, literalmente hablando. Por eso cuando decimos que en el Día del Maestro no hay nada que celebrar debemos tomar muy en serio el retintín. A este paso pasaremos de maestros que no tienen nada que celebrar en su día a un día en el que ya no queden maestros para celebrar. Así de grave es la cosa.

Fuente: El Nacional

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